"El Salado de antes era como un hombre analfabeto pero humilde y trabajador, gustoso del monte, conocedor de su territorio, orgulloso de ser campesino. De El Salado de antes salía material vivo: ñame, tabaco, ajonjoli, yuca. El Salado de ahora es como un hombre educado y bien vestido, que usa tecnología, pero conoce poco su territorio y su historia, que no gusta tanto del campo, sino que aspira a irse a la ciudad. A El Salado de ahora llega material muerto: arena, piedra, cemento", dice la salaera Nelsy Álvarez.
El panorama alimenticio de las comunidades rurales retornadas no es el que dejaron a su partida. Con el retorno, llegaron nuevos gustos y prácticas propias de las tierras que los recibieron durante su desplazamiento, así como el anhelo de recuperar lo que, por su llegada a tierras extrañas, había caído en desuso, como cocinar en fogón de leña, pilar maíz, elaborar sus quesos, manufacturar bolas de chocolate criollo, preparar diferentes clases de bollos, cazar carnes de monte y conservarlas a través del ahumado, por mencionar sólo algunas de las muchas prácticas adelantadas en sus cocinas.
Un plato está cargado de sabores que remiten a un territorio, a una cultura, a conocimientos y prácticas artesanales particulares. Del mismo modo, una preparación es la representación simbólica de eventos, rituales y sentimientos asociados a la historia de una población. Cada sabor identifica momentos del año, espacios de integración familiar y comunitaria. Sobre todo, identifica a quién elaboró la preparación y los insumos utilizados. De este modo, en la cocina tradicional, se advierte la valía que tienen los sabores para la comunidad a la que pertenecen y el referente social de quien los prepara, brinda una idea de los valores que caracterizan a la población y se presenta como una muestra de la cotidianidad de sus pobladores.
Sabor Salaero
Trepita el fuego, crujen los leños y danzan las llamas bajo la olla o el caldero, ebulle el agua traída de La Trampa, con su saborcito salao que es el secreto de la sazón ancestral. El Salao sabe a humo, a tízne, a monte, a manos firmes, a pies bien plantaos, a miradas profundas de mujeres que atesoran alegrías y dolores con la misma intensidad. Bajo un techo de palma seca, se reunen los productos de la tierra, recolectados con el sudor de largas jornadas en el monte.
En una mesa, en medio de conversas e historias, se parte el ñame, se pela la yuca, se desgrana el maíz, se pica el bleo, se lava el ajonjolí, se corta el ají dulce, se sala la carne 'e monte, se despluma la gallina, se remojan las caraotas, se bate el suero, se ralla el queso, se tasajea la papaya verde y que no falte el ajo machacao, porque en El Salao es un pecao abrir una de esas bolsitas de caldo 'e gallina, con la que sazonan los que no tienen sazón, pues pa' las matronas la sazón esta en saber combinar el sabor de los productos de la tierra y en el amor con el que cocinan. “Sin amor, eso no queda sabroso”.
Se atíza el fogón y en los calderos salpícan los guisos sofritos en manteca 'e cerdo. Hierven las sopas, y se van cocinando los arroces tapaos con hoja 'e plátano. Revienta el maíz, se tuesta el ajonjolí, se corta la chicha con batata, se echa el comino y la pimienta, se ahuma la carne y se tiñe el aceite con achiote. Sube el humo de los fogones e inunda con sus aromas las calles.
Un cucharón se sumerge en la olla. Se sirve la comida en platos, hojas de plátano o totumas, que transitan hacia la mesa abundantes en sabores, memorias y relatos. En cada bocado se asoman recuerdos e historias. Aquí hay pa' todos; se comparte la sazón y la palabra. A la mesa salaera se sientan compadres y comadres, el jóven y el viejo, el que llega de visita, el que se queda. Las matronas dicen que quien prueba agua de la trampa se queda en El Salao, pues un salaero nace o se hace. En la mesa salaera se comparte lo poco, se festeja la vida y nunca, nunca, se olvida.
El Salao sabe a yuca con queso, a ajonjolí tostao con sal, a viuda 'e pescao, a mote 'e queso con ñame espino y hoja de bleo, a chicharrón con yuca, a batata asada con cascara, a mote 'e guandú, a sancocho 'e gallina, a arroz de caraotas, a mazorca de maíz asada, a sopa 'e hueso, a tasajo de carne salaa, a arroz de fríjol con carne esmechaa, a ensalada de berenjena, a tacalí de la fruta de la ahuyama, a viuda de carne salaa con ñame taviao, a yuca asada, a salpicón, a chicha 'e maíz cortada con batata, a bolis de fruta. Pero El Salao también es dulce, y en la mesa salaera no puede faltar un buen dulce de ñame, de guandú, o de leche cortada, una cocada, una mazamorra de maíz biche, una natilla de arroz, o una conserva de papaya verde con coco. Y que no falte una cachetada de suero, una pava de ají chivato, y una botella de vinagre de espiche con ají guagualito, que siempre son buenos acompañantes en la mesa salaera.
Y entre todos los sabores y saberes que se encuentran en las cocinas salaeras, hay una práctica que nos enseña que las cocinas son espacios poderosos de sanación y reconstrucción de los vínculos sociales tan aporreados por la guerra. Y es que de una cocina salaera siempre salen unos recipientes con porciones de lo cocinado con destino a vecinos, familiares o amigos, incluso más allá de los Montes de María, como muestra de amor y solidaridad. Esas porciones de afecto, llamadas “tapaitos” son una muestra de que la cocina salaera es y ha sido un lugar de resiliencia y construcción de paz desde el territorio.