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Candelaria Rodríguez

el ajonjolí de la seño Cande

UN TAPAITO PA LA SEÑO CANDE

Por las calles de El Salado, una niña lleva en sus manos un "tapadito" para su madre. El sol se siente en su piel morena y parece revotar en el pavimento, el fogaje lucha por derretir sus Crocs blancas, un poco sucias con tierra y llenas de pines coloridos. 

 

El pavimento se acaba y pasa a ser tierra con pequeñas hojas verdes y amarillas que han caído de los árboles grandes y frondosos a los lados del camino. De un lado, hay una cerca de cactus altos, verdes y llenos de espinas y del otro lado, está la nueva cancha en la que juega Daira con sus amigos en las noches. Daira recorre ese camino, baja una pequeña loma, y cruza a un sendero rodeado de sábilas que conduce a la puerta de su casa, de su familia y de su tierra.  

 

Las manos de esa niña se tocan con las de su madre y le entregan el "tapadito", un plato hondo que encaja perfectamente en la tapa. Caminan juntas al pequeño rancho donde cocina la madre. Comparado con el que descansan, este es más pequeño. Los ranchos con cuatro palos de madera sostienen hojas de palma que parecen una meseta de hojas secas en la que la frescura y la sombra son un oasis en medio del calor y el sol de afuera; un trabajo de construcción y saberes que al tratar de describirlo se hace evidente lo poco que conocemos de estos ingenios. 

 

En la mesa del ranchito, la señora Candelaria abre el "tapadito". Retira una tapa con gotas de agua condensada por el calor de la comida recién hecha y caliente. El plato está lleno con el arroz blanco esponjoso, de ese que fue hecho por las manos que lo hacen crecer. Esa blancura se mezcla con el marrón de los fríjoles y de la salsa que le da la consistencia apastelada y baña a los llamados frijoles verdes. “En la ciudad se come el frijol seco, en El Salado se come el frijol verde”, dice la seño Cande. 

Daira y quienes escribimos esta historia despepitamos en una ocasión el frijol. La señora Candelaria trajo unas vainas verdes amarradas y en un caldero iban cayendo los frijoles que con nuestros dedos rozábamos. De vez en cuando, unos pequeños gusanos blancos se involucraban. Entre ellos y las gallinas que nos rodeaban se comían esos granos. Después, se pasaban en agua para limpiarlos y se cambiaba el agua para dejarlos en remojo, hasta que se cocinaban y se convertían en el alimento de la familia. 

La señora Candelaria comería el arroz de fríjoles, acompañado con un banano, tantas veces presente en las mesas del Caribe, y de carne desmechada sazonada con verduras, porque todas las mujeres que la cocinaron tienen casi un consenso de no usar aliños comerciales. “Nada de esas papeletas” es una frase que se escucha con frecuencia en las cocinas tradicionales. La sazón de lo que sabe a El Salado no está rociada de estas, sino en las manos de quién prepara los alimentos, en sus cocinas, en sus ollas y cucharones y en los toques especiales que hacen propias las recetas; y aun teniéndo todos esos elementos, otra persona no lo prepararía igual: es la sazón. 

Ese "tapaito" es una comida comunitaria que se preparó en la casa de su vecina Paola por varias de las mujeres de El Salado. La señora Candelaria no fue. No suele salir. Siempre está en casa. No se puede dejar la casa sola. Están sus hijos y a veces no está “el señor”, que pasa bastante de su tiempo en “el monte” como muchos en El Salado.  

Aunque la señora Candelaria no está, su hija y sus vecinas la recuerdan. Antes de servir la comida, se llenan los "tapaditos" que llevan a familiares y amigos. Luego, se sirve la comida a todos los presentes en el rancho y en el caldero se deja la parte de comida de uno de los miembros de la casa que aún no llega con el respectivo cucayo o la pega del arroz. Al final, se llevan los "tapaditos": un recordatorio dado por amor: el amor de cocinar y el de recordar a alguien. 

        -Pasa el porta pa’ tu mama, Daira. 

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