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Judith Mena

LO QUE PASO

El silencio no parece ser amigo de las gallinas a las seis de la mañana en El Salado. Basta con abrir la puerta del patio y mover el maíz para que los animales se alboroten.  

 

La luz que proviene de afuera es lo único que ilumina la casa, en todo el Carmen de Bolívar se programó un corte de luz que duraría el día completo. Mientras el pueblo duerme, el cacareo de las gallinas es lo único que se escucha en las casas del barrio.  

 

A la señora Judith no parece importarle el calor de la mañana. Camina de forma tranquila por todo su patio mientras esparce con sus manos los granos de maíz, gallina por gallina. Como de costumbre, lleva puesta su bata blanca larga con punticos, y unas chanclas tres puntá que revelan que recién había abierto el ojo.  

 

La mujer de 72 años cruza el umbral de la cocina y nos ve sentadas observándola. Caminando hacia la estufa nos saluda con una sonrisa cálida. Somos dos extrañas en esa casa, que invaden su privacidad, pero a ella no parece importarle. Parece que en la rutina diaria de la semana nada puede robarle su paz.  

 

Toma una mechera y abre el gas para poner una olla de agua. La olla del café: plateada, con rayones y magullada por los años de uso. Así son la mayoría de los utensilios de esa cocina los cuales guardan las historias de amor y nostalgia de su difunto esposo.  

 

— ¿Quieren café? — pregunta Gloria Judith. Más allá de ofrecer un café, lo que realmente estaba ofreciendo era el inicio de una historia.  

 

Gloria Judith Mena es una mujer salaera que decidió irse después de lo que pasó en los 2000 y a los dos años decidió volver en busca del hogar que se le fue arrebatado: su Salado y su gente.  

 

Después de lo que pasó, como lo llaman todos en ese lugar, la ciudad de Barranquilla se convirtió en la expectativa de refugio que ella y otros salaeros tomaron para escapar. Durante el tiempo de desplazamiento, Judith tuvo que trabajar como empleada doméstica en la llamada Puerta de Oro mientras su esposo se la rebuscaba.  

 

En lugar de una puerta de oro, Barranquilla se convirtió, para Judith, en un túnel eterno que ella nunca pudo atravesar.  

 

Trabajaba. 

 

Trabajaba. 

 

Trabajaba. 

 

Y trabajaba. 

 

Pero ni ella ni su esposo vieron frutos para poder vivir en la ciudad de la fiesta, el Carnaval y la supuesta bacanería.  

 

— Mija, vámonos pa el pueblo. — le dijo su esposo en el desespero y la incertidumbre de no encontrar una salida en la ciudad.  

  

El desespero de aquellos tiempos es un escenario totalmente opuesto a la tranquilidad con la que Judith se termina el tinto sentada en la cocina de su casa. La cercanía permite apreciar con detalle las arrugas de su cara, su pelo blanco y unos ojos claros que pueden asociarse a la pureza del agua.  

 

—  Yo acabo de desayunar yuca con ajonjolí — dice mientras recoge los pocillos de tinto. Abre la nevera y saca un tarro pequeño para volver a sentarse.  

 

— Esto es el ajonjolí: es rico, salaito y es lo que comían las señoras de antes. — vuelve a hablar.  

 

Con ese antes, se refiere a antes de lo que pasó. 

 

Cuando Judith volvió a su tierra, se dio cuenta de lo mucho que extrañaba el antes: las calles de antes, las casas de antes, los vecinos de antes y la comida de antes. El Salado se había convertido en un lugar que ni ella, una empedernida salaera, podía reconocer. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, en el 2009, solo retornaron 730 de los 7.000 que habitaban el territorio. 

 

Judith encontró un Salado solitario, lleno de monte y silencioso. Un Salado donde la comida no era un centro de reunión para las personas, ni una fuente de vida y longevidad para quienes la consumían.  

 

— La vecina de aquí al lado acaba de cumplir 102 años y eso es gracias a lo que comía. Ahora tenemos triglicéridos, colesterol y diabetes porque ya no comemos comía de pueblo.  

 

La ensalada de ají dulce, el  tacalí, el chocorrón, la berenjena, la batata y la chicha de maíz son las comidas de pueblo que antes se daban en El Salado y que se han ido perdiendo con el paso de los años, según Judith. 

 

Para Gloria Judith, El Salado de antes de los 2000 siempre será su amor eterno. Añora con nostalgia su tiempo trabajando en las tabacaleras, el salir con un machete al monte y el bailar fandangos en la cancha frente a la iglesia. Sin embargo, dentro de las cosas buenas, también reconoce que ahora ha vuelto mucha gente, que ahora los pelaos pueden ser bachilleres y que ahora hay pavimento.  

 

El ahora de El Salado refleja un territorio que se ha reconstruido por sus mismos habitantes. Esa es la razón por la que la música haya vuelto a tocarse, los niños hayan vuelto a jugar en la calle y también para que, en cada esquina, los vecinos se hayan vuelto a saludar con un: ¡Oh, seño!  

 

Con esa misma forma de saludarse, la llama un vecino que interrumpe la conversación. Judith se asoma para saludarlo por unos minutos y vuelve a la cocina, esta vez para sacar dos vasos de chicha de maíz.  

 

La chicha era amarilla, fina, casi que transparentosa y con trozos grandes de maíz. Su sabor no se asemejaba a nada, era dulce y ácida al mismo tiempo. Mientras nos tomamos la chicha, recorremos la sala de su casa y nos detenemos a observar el cuadro que guarda una foto con su esposo.  

 

A pesar de su mediano tamaño, es una foto imponente que demuestra la importancia del difunto esposo en la vida de la señora. El nombre de él aparece en el cuadro, pero ella nunca lo dijo. Nunca lo nombró y cuando se refería a él pasaba rápidamente de tema. Podría ser que decir su nombre aún le doliese mucho.  

 

— Mi esposo cocinaba muchísimo mejor que yo. Hacia un arroz trifásico sabroso, ¡ufff! — dice mientras sonríe al recordarlo. 

 

Y, aunque Judith sonría mientras cuenta o habla de su difunto esposo, su tono de voz se apaga y su mirada se va al suelo. A Gloria Judith nunca le gustó cocinar, le gustaba cocinar con su esposo. Su esposo ya no está y ella casi ya no cocina. 

 

Antes estaba acostumbrada a sentarse con él y compartir de un buen mote de queso, un arroz trifásico o un sancocho. Hoy en día su comida ha cambiado mucho, son preparaciones más simples y sin mucho significado.  

 

El esposo de Gloria Judith murió en el 2020, con la pandemia por Covid 19, esperando la respuesta de una tutela para reparar los daños, abusos y lesiones ocasionadas cuando pasó lo que pasó. Luego de 23 años, este procesó fallo a favor de las víctimas a través de la a Resolución 526 del 25 de abril del 2023. 

 

Puede que esa petición se haya resuelto, en el marco legal, después de mucho tiempo. Sin embargo, Gloria Judith Mena nos demostró a través de un tinto, un ajonjolí y una chicha de maíz que El Salado no le debe nada a nadie, solo se debe a su gente.  

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